Cuaderno de Bamákora en el Microproyecto de Malí: Día 2

No se consideraba buena jugando a las cartas, pero RIDEV ganó todas las partidas. Contenta y con el ánimo por las nubes, se puso a recordar su segundo día, temiendo que la tormenta no la dejara dormirse pronto. La noche anterior había dormido bien. La tranquilidad de encontrarse segura y entre amigos facilitó su descanso, eso y las dos onzas de chocolate que tomó antes de acostarse. Despertó sin picaduras, gracias a las mosquiteras, y cogió fuerzas con un desayuno igual que el de casa: pan y mantequilla con mermelada. Ese día recibió la formación sobre su nuevo hogar, Malí. Hablaron de sus tradiciones, su cultura, de las diferentes etnias y castas, de sus originales formas de resolver los conflictos y de cómo los malienses se ganan la vida. Pero también de la guerra, de la terrible lacra que vivían sus compañeros en el norte del país desde hacía un par de años.

Al terminar la clase, sus nuevos amigos le hicieron un maravilloso e inesperado regalo: le dieron un nuevo nombre bambara con el que identificarse en Kalassa, el poblado al que se irá en unos días. Desde ese momento, y para siempre, se la conocerá con el nombre de Séyô, que significa «alegría» en idioma bambara.

Tras la comida, Séyô fue iniciada en la tradición del té, una laboriosa forma de prepararlo: hirviendo el agua de la tetera en un recipiente con carbones encendidos. Después, y tras numerosos jarreos de la mezcla en los vasos, que retornaban a la tetera, disfrutó de su té como nunca antes. Ahí no acaba la historia: sus amigos Nandi y Birama la acompañaron al centro para comprar ropas y telas de  típicos estampados africanos. No pudo terminar de hacer todas sus compras, porque una gran tormenta la obligó a refugiarse mucho tiempo en una de los puestos. Con la promesa de repetir la visita, y con el agua hasta los tobillos, entró en un Sotrama (una furgoneta-taxi que hacía las veces de autobús) y que transportaba a viajeros haciendo hueco los de dentro siguiendo las órdenes de un adolescente despótico de 13 años, que ordenaba apretarse para que entrasen todavía más pasajeros.

Tras la cena (uhhm, tortilla de patatas maliense) mató el tiempo jugando a las cartas, otra vez con chocolate, y esperando que la tontería y chispazo que la rica bebida de mijo le había producido, se pasara cuanto antes para poder dormir.

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