Tras casi una semana desde que partimos de Madrid, las aventuras y anécdotas vividas ya son numerosas, y no todas en suelo ecuatoriano.
El día 4 nos encontramos en la T4 del aeropuerto de Barajas, en los mostradores de factuarción; tras dos horas de larga espera nos comentan que el vuelo está cerrado por overbooking y que probablemente algunos nos tendremos que quedar en tierra. A partir de ahí empezamos una alocada carrera sorteando diversos obstáculos como señoras con revistas, maletas y demás fauna aeroportuaria hasta llegar a la puerta de embarque. Por si todo lo anterior no era suficiente, el «amable» señor que permitía o impedía la llegada puntual a nuestro destino hizo gala de sus dotes diplomáticas para informarnos que una de las personas del grupo no tenía plaza para volar. Desolados entramos en el avión en tanto Triana se quedaba sentada sobre su mochila mirando con ojos perdidos el tren que se le escapaba. Dentro del avión no pudimos disimular nuestro caracter español, gritando la injusticia sufrida a los cuatro vientos hasta que de repente vimos aparecer a la compañera pródiga. Primera aventura finalizada; abrazos, besos y celebraciones pusieron el broche a la primera etapa del viaje.
El mismo día cuatro aterrizamos en Quito, donde nos encontramos con una segunda aventura, esta vez vivida por dos de nuestras maletas. Las prisas y la confusión en Barajas hicieron que las maletas fuesen facturadas erroneamente y tuviesen que volar por su cuenta al dia siguiente, para después ser trasladadas a la ciudad de Loja, donde pudimos retirarlas, en una excursión improvisada que nos sirvió para compartir unas cervezas con la población local.
Pero nuestro destino final no era Quito, sino Saraguro, al sur del país, unos 600 km y cerca de 13 horas y media de viaje en autobús por la sinuosa Panamericana. La frase estrella del viaje fue: «¿Cuánto falta, Jairo?», a la que siempre se contestaba: «Falta poco». Parecía que el reloj no avanzaba; diez minutos se convertían en media hora, y media hora parecían tres. Salimos antes del amanecer de Quito y llegamos despues de la caída del sol a Saraguro. Ese fue el momento en que nos dimos cuenta de la verdadera necesidad de las botas de montaña, el primer contacto con los suelos embarrados y con las miradas de la gente ante los comentarios de: «Los gringos se quedan».
Tercera aventura. Llegada al Hostal Achik Wasi, el punto más alto del centro de Saraguro desde el que se puede observar una de las mejores perspectivas del centro. Andrea, la benjamina del grupo, fue la primera en escoger habitación bajo el criterio de: «Yo me quedo con ésta porque es la que tiene mejores vistas». Efectivamente. Además de las vistas, también tenía la mejor compañía; una araña peluda de unos 6 cm la esperaba en la esquina de su cama para darle un fuerte abrazo de bienvenida. Y Jairo se convirtió en domador de arañas con un cubo de basura y un palo de malabares. Ante los atónitos ojos de Triana, Esther y Andrea, la araña volvió a su hábitat natural; ya había dado la bienvenida.
El martes contactamos por primera vez con la gente de la Fundación Kawsay. Los discursos de recepción fueron sorprendentemente cariñosos, hasta el punto de que algunos de los miembros del grupo se emocionaron y pudimos vivir las primeras sonrisas y lágrimas de la experiencia.
Tras dos noches de alojamiento en el hostal nos trasladamos a diversas comunidades para convivir con familias indígenas. Así el proceso de intercambio cultural empieza a dar sus frutos (babaco, papaya, tomate de árbol, etc.).
Nos estamos integrando en las costumbres ecuatorianas (de diversa índole), como aquella de beber cerveza compartiendo un solo vaso para todo el grupo y brindar diciendo aquello de¨:
ISHKANTI, ISHKANTI!!!
Ya está publicado el siguiente post de este viaje. ¡¡Léelo aquí!!